Por José Juan Tomás Porter, Letrado de la Administración de Justicia
Parece que todos los problemas que asisten a este país se resuelven con reformas legislativas, y cuando hablamos de los más grandes, de los que más enturbian el funcionamiento de las instituciones, con la reforma de la Constitución, cuando no con su derogación y el dictado de una nueva norma suprema. Sin embargo, no parece prudente que una sociedad entera fie su presente y futuro a un puñado de artículos, traídos y ordenados con mayor o menor acierto, creyendo que por sí solos van a cambiar la naturaleza de las cosas o sus expectativas de paz y equilibrio social.
De un tiempo a esta parte se ha venido extendiendo en el conjunto de la ciudadanía una serie de premisas o valores que, por más que se defiendan con vehemencia, no son los pilares de la pacífica convivencia y progreso que anuncian, sino el interés exclusivo de ciertas élites que propagan el anuncio apocalíptico del caos total si se quiebran sus postulados. A partir de esta creencia, la tendencia natural es integrar en nuestro ordenamiento jurídico aquellos principios, como si se tratase de la defensa de los pilares básicos, de los valores esenciales de una sociedad que precisan de una especial protección.
Estamos así acostumbrados a normas que defienden a instituciones como la banca, las grandes multinacionales, la Iglesia, la Corona, o bien que ofrecen una visión interesada y deliberadamente sesgada de lo que es y debe ser la España del siglo XXI. Tales normas no sólo criminalizan la disidencia, llevando a los tribunales a quienes las transgreden, sino que también pretenden transmitir en la sociedad el rechazo hacia cualquier sujeto que haga pública una opinión contraria a la única de las opciones posibles, la oficial.
Hace unos días se ha sabido que se van a iniciar en el Congreso de los Diputados los trámites para la reforma de ley que derogará o modulará (término éste que puede resultar tan inquietante como la situación actual) delitos como el de injurias a la Corona, el enaltecimiento del terrorismo o la ofensa de los sentimientos religiosos. Es más que probable que en la génesis de esta reforma se encuentre la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que condena a España por imponer una pena de cárcel a dos manifestantes que quemaron una foto del Rey en 2007. También es posible que en esta pretendida reforma algo haya influido la decisión de la Justicia belga, que el pasado mes de septiembre rechazó la petición de que el rapero Valtonyc, huido a ese país, fuese entregado a España para cumplir la pena de tres años y medio de prisión impuesta por la Audiencia Nacional por enaltecimiento del terrorismo, injurias graves a la Corona y amenazas.
Estos supuestos, como los procedimientos judiciales abiertos por blasfemia y delitos contra los sentimientos religiosos pertenecen, sin duda, a épocas pasadas. Todavía es más hiriente cuando en repetidas ocasiones se han oído y difundido homilías de obispos que alientan la homofobia, que justifican la pedofilia o la discriminación por razón de sexo, sin que en ninguno de estos casos se haya dado la respuesta que cabía esperar del Ministerio Fiscal, en la detección y persecución de estas modalidades de delincuencia. Esto sólo tiene una explicación, la de que aquellas élites y los (ciertamente amplios) sectores la población de les dan pábulo tiene la piel particularmente fina. Su piel, la de todos ellos, claro está.
Otro ejemplo de esa deriva de la razón, que conduce a la eliminación de quienes mantienen una visión o unas tesis contrarias a aquellos que manejan el poder, se encuentra también en la crisis que se vive en Catalunya desde hace unos años, en especial en los últimos doce meses. El movimiento independentista ha pasado de ser minoritario, aunque apoyado por algunos sectores de población siempre fieles a sus postulados, a convertirse en un fenómeno que se ha extendido y ahora abarca a un amplio sector del electorado transversal, que muestra así su rechazo al desprecio y la humillación de que han sido objeto en los años de gobierno del Partido Popular, un partido y un gobierno más empeñados en enfrentar al resto de los españoles con los independentistas que en buscar una solución cuando tuvo ocasiones para ello.
La actual legislación, pero también los principales intérpretes que hoy la aplican, sirven a aquellos mismos propósitos de persecución y castigo del disidente. La situación que hoy se vive en este país es anómala, así la perciben muchos analistas y así se valora también fuera de nuestras fronteras. No es normal que, por ejemplo, se mantenga en situación de prisión provisional después de muchos meses (más de un año en algún caso) a políticos y líderes de movimientos sociales cuyas conductas están siendo objeto de un reproche penal que genera importantes dudas.
La prisión provisional es una medida que persigue, esencialmente, asegurar la presencia del acusado en el momento de su enjuiciamiento, o bien evitar que oculte información que sea de interés a la investigación policial. Sobre esto último parece evidente que actualmente poco o nada pueden esconder, y en cuanto a la posibilidad de fuga para eludir el enjuiciamiento tampoco debería ser un impedimento, a menos que se quiera decir que intenten (como han hecho otros acusados) huir a determinados países, por cierto de nuestro entorno geográfico y socio-político, donde sistemáticamente se rechaza la puesta a disposición de los tribunales españoles. Tal vez en ello podemos ver ya un adelanto de lo que en un futuro próximo resolverá el Tribunal Europeo de Derechos Humanos cuando juzgue las decisiones tomadas en nuestro país en relación con estos hechos.
No fue prudente, desde el comienzo, la decisión de acordar la prisión provisional o, al menos, de mantenerla por más tiempo una vez concluida la recogida de datos. El supuesto riesgo de “reincidencia” delictiva que se predica no es menos aplicable a un gran número de delincuentes (estos sí) habituales, con tendencia a apropiarse de lo ajeno o a la sistemática agresión física o psicológica de sus víctimas, por citar algunos ejemplos, y no por ello están las cárceles llenas de estos sujetos. Antes de tomar una medida así se debería haber valorado qué circunstancias podrían concurrir para levantar la prisión, porque si no se es capaz (como parece aquí) de encontrar ninguna, la medida preventiva se convierte en un castigo antes del juicio. De un castigo que todavía no se sabe merecido.
Será necesario cambiar leyes, sin duda, pero lo que no garantizarán nunca esos cambios es que el sentido común impere y que los principios de proporcionalidad e intervención mínima no sólo inspiren al legislador penal, sino que también sean asumidos por los operadores jurídicos y contados en toda su extensión a la ciudadanía. No olvidemos que la Justicia no es cosa de unos pocos sino que, como la propia Constitución promulga, emana del Pueblo. Hagamos saber a ese Pueblo qué Justicia tiene y cómo la aplican, a su servicio, los tribunales españoles.